Miembros descoyuntados de los títeres cinéticos –péndulos muertos, ingrávidos– atienden a un punto de gravedad único. El titiritero, demiurgo en su labor, no esboza sino movimientos contenidos en abruptos encabalgamientos encarnados en el vaivén sinuoso de la figura muñequil. Esa es la función del pelele: abandonarse a un movimiento mecedor, azaroso y desmembrador, dejándose manejar dócilmente, sin sentido alguno; enajenado.

El theatrum mundi cifra todo un proceso estético por el cual el demiurgo impide que el público crea ser del mismo barro que las criaturas –al menos en un primer momento–. Este distanciamiento resulta favorable en la concepción de lo grotesco que, una vez desdibujada la percepción natural por la cual concebimos el mundo, recuperará el otro realismo radical, abordado, esta vez, por medio de la ironía.

Fluyen y afloran muecas vacías y luxadas. Animados exánimes son estos peleles y fantoches goyescos, descoyuntados y entumecidos en una filigrana vital sainética y desgarrada.